Las nieblas se ajustan a mi
cuerpo, difuminando toda su
soledad, el aislamiento de su
avanzar constante. Yo vi la
escisión, la hendidura, la grieta
del silencio desdoblarse tras mi
paso. Los ecos de la noche
persiguen mis palabras que
sollozan; la noche, prisión trans-
parente de un amor perfecto, inal-
canzable. Observo los sucesos
desde afuera, los minutos
se estiran, se extienden brazos
y piernas como una canción
cuyo estribillo se repite inagotable.
Ojos a través del murmullo de la
lluvia, la mirada interrogadora de
un niño en la infancia sosegada,
llena de sol abrumador. Lugar
punzante donde todo se ve,
donde se trasluce el
sentido detrás de los ruidos. Los
años fueron una excusa para
no salir del laberinto, las horas
recogieron el más breve instante
en un destello. Le tiramos un
señuelo al animal del miedo.
No sé si fui exactamente yo
quien atravesó por ciertas
cosas como si las tocara, como
si las percibiera sangrar. La
dicha es feroz y cuando viene
de golpe es como si el corazón ardiera.
Vi una luz a lo lejos
abrirse paso en la quietud. Una
voz solapada que me llama expectante,
reverberando como un súbito temblor.
Y el azul del cielo que hiere los ojos
como la primera vez en todas
las cosas.